miércoles, 15 de septiembre de 2010

ANA MARIA SALVO: Cara a cara con represores del Cóndor

El testimonio de la uruguaya Ana María Savo en el juicio Automotores Orletti
Fue secuestrada el 14 de julio de 1976, llevada a Automotores Orletti y después a Montevideo. Reconoció a varios represores, entre ellos a Raúl Guglielminetti, Osvaldo Forese y Honorio Martínez Ruiz.
          
 Por Alejandra Dandan

En el sala de audiencias volvieron a escucharse los nombres de varios represores. Ana María Salvo viajó desde Uruguay para declarar en la causa por los crímenes cometidos durante la dictadura en el centro clandestino de detención Automotores Orletti. Frente a ella, con la misma campera beige que suele usar en los últimos días, la escuchaba el represor Raúl Guglielminetti, el mismo que ella nombró con el alias de “Ronco”. El mismo que luego reconoció en una carpeta de imágenes viejas. El mismo que la sacó de la casa de su hermano el día de su secuestro.

Ana María es una de las víctimas uruguayas que sumaron su declaración en la causa de Orletti, desde donde operaron fuerzas conjuntas uruguayas y argentinas en el marco del Plan Cóndor. Por donde pasaron además Carlos y Manuela Santucho, hermanos de Roberto Santucho. Y en donde los militares asesinaron sumergiendo en un tacho de agua de unos 200 litros a Carlos Santucho. Ana María, como lo habían hecho otros testigos, también habló de ese episodio. Nombró entre quienes estuvieron alrededor de esa muerte a Pajarovich, alguien “escandaloso”, dijo, que se vanagloriaba y se ufanaba de lo que hacía. Pajarovich es Honorio Martínez Ruiz, que metros atrás la miraba, a muchos años de ese momento, esta vez sentado entre los acusados, con la necesidad de levantar la vista para pedir ir al baño, esperar a que un guardia se le acerque, le ponga las esposas en las manos y por un momento lo saque de la sala.

Al lado de Guglielminetti suele sentarse su abogado Pablo Labora, encargado de hacer las preguntas y escudriñar densamente a los testigos cuando hablan. Ana María intentó no mirarlo, percibía los ojos del abogado frente a su cara.

Ana María Salvo llegó a Buenos Aires en abril de 1974. Hasta ese momento, era militante estudiantil, participaba de las actividades contra la dictadura uruguaya y había sido detenida en su país por las Fuerzas Armadas. Su pareja ya se había trasladado a Buenos Aires, él era militante sindical y estaba requerido en Uruguay. En Argentina, Ana María tuvo a su segundo hijo y dejó la militancia para criar a los chicos. Estudiaba enfermería y empezó a trabajar en un geriátrico. El 14 de julio de 1976 fue a visitar a su hermano, que vivía en un departamento de la calle Venezuela. Cuando tocó timbre la recibió una patota de civil que se presentó como “fuerzas conjuntas uruguayas y argentinas”. Le preguntaron quién era. Ana María vio la casa vacía. No estaban su hermano ni la familia, y tampoco estaban el televisor ni los equipos de música. En un vehículo particular la trasladaron a lo que muchos años después supo que era Orletti. La cortina metálica que se abría, muchos de sus compañeros tirados en el piso de ese taller manchado de aceite y de grasa. A poco de llegar, la subieron a una de las habitaciones de la planta alta, la sentaron ante un escritorio y le sacaron la venda.

“Se aproxima un militar uruguayo –dijo–. Reconocí la voz porque me había interrogado en Uruguay, era Manuel Cordero.” Y Cordero le dijo: “Somos viejos amigos”. Con él estaba José “Nino” Gava-zzo. Cordero le aseguró que sabían que ella ya no estaba militando, que buscaban a su hermano, que ella era una “gila”, pero, recordó ella, “que igual me la iba a tener que comer, que ahí iba a encontrar a alguno de mis conocidos: ‘Los estamos haciendo pelota`”.

Habló de los gritos de personas, “no me cabe ninguna duda de que eran torturados”, del ruido del tren, y del “escándalo”.

–¿Puede explicarme qué quiere decir cuando dice escándalo? –preguntó el fiscal Guillermo Friele.

–Es que estaban los presos ahí tirados, los gritos, alguna vez hubo una fiesta ahí con mucho escándalo, como si estuvieran todos borrachos, todo el tiempo eran escenas de mucha agresividad.

Ana María está convencida de que un día después de esa fiesta comió la única comida. Normalmente les daban un pedazo de pan, si se los daban, pero ese día hicieron un guiso, creo, dijo, “con las sobras del día anterior, porque en la comida había escarbadientes, chapitas, por lo menos a mí me tocó un escarbadientes”. Poco más tarde, habló de la persona que habría preparado ese guiso, lo nombró como el “Jovato”, el alias de Aníbal Gordon.

En medio de otro escándalo, esta vez discusiones entre argentinos y uruguayos por parte del botín, se montó el operativo clandestino para llevar a un grupo de uruguayos de regreso a su país.

Varios testigos ya hablaron del edificio de la SIDE uruguaya en Boulevard Artigas, en Montevideo. Explicaron que pasaron de visita los militares argentinos. Ella lo repitió. También habló de Claudia García Iruretagoyena, madre de Macarena Gelman y nuera del poeta Juan Gelman. “La guardia hablaba de una mujer embarazada, una noche hubo movimientos para que llamen a una ambulancia, decían que había que llevarla al hospital militar, que si no se apuraban el bebé iba a nacer adentro”. El bebé volvió. “Me dijeron –dijo ella– si yo sabía preparar una mamadera porque sabían que yo tenía hijos chicos y se sentían llantos de un bebé.”

Cuando a ella la secuestraron, pudo ver a sus captores porque no tenía los ojos vendados. Ayer mencionó sus alias. Habló del Flaco, de Ronco o Guglielminetti y de Paqui u Osvaldo Forese, a quien luego vio dentro del centro, al que describió como otro de los escandalosos: “Cuando estaba él, el clima en el centro clandestino era de un terror bastante grande”.

Ronco seguía ahí, en la audiencia. También Pajarovich. A pedido del fiscal, ella revisó una carpeta de fotos viejas. Señaló a Paqui, a Ronco y a Pajarovich.

–Perdón, señora –le preguntó la defensa oficial de Martínez Ruiz–, si usted dice que adentro del centro estaba vendada, ¿cómo identificó a Pajarovich?

Ella respondió: –Por debajo de las vendas se veían algunas caras, puedo tener más o menos detalles, algunas las puedo reconocer, otras no.

Pajarovich había vuelto del baño. Los mocasines negros lustrados, el traje azul. Al lado estaba Eduardo Ruffo y contra la pared Eduardo Cabanillas.

Detrás, del otro lado del vidrio, cerca de los hijos de Ana María, dos mujeres de los represores seguían la audiencia. Cabanillas se dio vuelta durante la audiencia. La más arrugada de las dos, la de saquito color mostaza, decía una de las viejas militantes de la sala, es su mujer.

Ellos habían dejado de leer el diario La Nación, que hojeaban antes de la audiencia. Todo era silencio. Ana María dejó de hablar. El publico terminó de escucharla. Y aplaudió.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Sara Méndez, sobreviviente del Cóndor

Del juicio por los crímenes de Orletti al reencuentrto con su hijo tras 26 años

Fue secuestrada en Buenos Aires durante una operación conjunta del Plan Cóndor. Luego los militares la trasladaron a su país, Uruguay, en un vuelo clandestino, donde estuvo presa con la hoy primera dama. Un caso testigo.
   
Por Mercedes López San Miguel

Fue durante 26 años una madre buscando a su hijo robado por las dictaduras uruguaya y argentina. A su hijo de veinte días se lo quitaron no bien irrumpieron en su casa de Belgrano en julio de 1976. Sara Méndez, que es uruguaya, fue llevada al centro clandestino Automotores Orletti durante una operación conjunta del denominado Plan Cóndor. Luego los militares la trasladaron a su país en un vuelo clandestino. Más tarde estuvo presa en el penal de Punta Rieles con Lucía Topolansky, la esposa del hoy presidente José Mujica. En 2002 pudo ver el rostro ya adulto de su hijo Simón. Sara Méndez contó su historia a Página/12 tras declarar en el juicio oral por los crímenes de Orletti. Enumeró a los implicados argentinos que ella pudo reconocer: el ex jefe de la SIDE Otto Paladino, a Aníbal Gordon y Eduardo Ruffo. Del lado uruguayo, Méndez reconoció al teniente coronel Rodríguez Buratti –quien se suicidó hace cuatro años–, al hoy procesado José Nino Gavazzo y al capitán Manuel Cordero.

La noche del 13 de julio quedó grabada en la memoria de Sara Méndez. “Unas quince personas de civil entraron a mi casa rompiendo puertas. Yo estaba con mi bebé y una compañera que militaba en la izquierda como yo. Tomaron posesión de las dos plantas y ahí mismo empezó el interrogatorio y la tortura para que digamos direcciones y nombres de otros uruguayos que estaban viviendo en Buenos Aires. Mi marido, Mauricio Gatti, no iba a llegar esa noche. Nino Gavazzo y Rodríguez Buratti comandaron el operativo.”

Los militares se quedaron con su hijo. “Cuando agarro a Simón en mis brazos me dicen que lo deje, que no lo puedo llevar conmigo. ‘No se preocupe señora’ –lo recuerdo como algo grotesco de quienes ya me habían golpeado e insultado–. Al niño no le va a pasar nada porque no es una guerra contra los niños.”

Sara Méndez militaba en el Partido de la Victoria del Pueblo que se había reorganizado en Argentina. “Se conforma un frente de lucha contra la dictadura acá, desde el exilio. Lo paradójico es que el partido se rearme en el exilio y el régimen argentino le aplica un golpe rotundo.” Ella dice que no usó armas nunca.

A Sara la trasladaron al centro clandestino Automotores Orletti, en donde estuvo –cree– diez días. “El lugar quedaba en el Bajo Flores, donde por delante pasaba el tren y detrás había una escuela. Ese pozo o chupadero, como le dicen acá, era un lugar de tortura y exterminio. En algunos casos si no lo mataban allí, lo sacaban y ya estaba la desaparición forzada como método represivo. Yo fui secuestrada, no me dieron información, no pude ver a mi familia.”

Al otro día de su secuestro su marido Mauricio tuvo indicios de que algo andaba mal. La familia Méndez, alertada por aquél, empieza a buscar a Simón y a ella. Su padre se trasladó a Argentina y junto con gente del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados –Acnur– realizaron la búsqueda. Mauricio Gatti murió en 1991.

Sara Méndez recuerda el montaje de su detención en Uruguay. “Fuimos trasladados 24 personas de Buenos Aires a Montevideo. El hermano de mi marido, Gerardo Gatti, quedó en Automotores Orletti. Nos llevaron en lo que hoy se llama el primer vuelo. Estuvimos cuatro meses como desaparecidos en sedes clandestinas. Luego alquilaron una casa en un balneario y habitaciones en hoteles céntricos de Montevideo, hicieron documentos falsos a gente que se parecía físicamente a nosotros y los mandaron a registrarse en esos lugares. Simularon que habíamos entrado al país por nuestros propios medios. Ahí empezó el montaje. Y luego nos ‘van a detener’ como si estuviéramos parando en esos lugares. Fue una falsa detención en octubre de 1976. Nos llevaron a la Justicia militar, con las actas fraguadas y nos procesaron. Hoy sabemos que entre nuestro secuestro y la detención falsa hubo un segundo vuelo con otros uruguayos.”

Luego Sara fue llevada por el mismo Nino Gavazzo al penal de Punta Rieles, en Montevideo, en donde estuvo cuatro años y medio. Allí conoció a quien hoy es primera dama de Uruguay, Lucía Topolansky.

“Eramos compañeras. Estaba también su gemela María Elia. Comíamos juntas, hacíamos actividades de estudio, aprendíamos de la especialidad de la otra. Yo era maestra, Lucía estudiante de arquitectura. María Elia sabía mucho de física. Hacíamos intercambio de conocimiento. Estaba prohibido hacer gimnasia, así que nos turnábamos para poder hacer ejercicio. Las cartas se tenían que leer en voz alta, con lo que sabías todo de la otra. Eran cárceles en donde se ponían en práctica métodos sofisticados: debilitar el ser político. No teníamos ninguna información de lo que pasaba en el mundo, vestíamos uniformes, nos llamaban por un número, era una militarización. Una despersonalización. Las visitas eran escuchadas. Había situaciones de riesgo, estados de alarma, teníamos que hacer cuerpo a tierra.”

En la primera visita que recibió Sara Méndez en la cárcel se enteró de que su familia no había logrado ubicar a Simón.

Sara salió de prisión tras cumplir su condena casi cinco años después. Eso sí, bajo libertad vigilada. Todavía Uruguay estaba bajo el régimen militar –la democracia llegaría en 1985–. “Tuve que dar mi domicilio, no podía salir de Montevideo sin autorización, me hacían visitas. Me contacté con lo que era el germen de Abuelas de Plaza de Mayo en Argentina. Chicha Mariani guardó los datos de un niño pelirrojito como Simón en un tarrito de lata y lo enterró. Después no lo pudo encontrar.”

Por ese tiempo Sara se iba a ilusionar con que ya había encontrado a su hijo. Estuvo diez años para conseguir que la familia del menor que había sido dejado en el Hospital Norte aceptara hacerle un ADN. Dio negativo. “Tuve que empezar la búsqueda de nuevo.”

A raíz de una investigación que realizaron el periodista Roger Rodríguez y el político Rafael Michelini dieron con un ex policía que era quien adoptó a Simón. “Estoy convencida de que ese señor sabía que era un bebé robado”, afirma Sara y agrega: “Michelini habló con el ex policía y éste le dijo que iba a contarle a Simón sobre su adopción y que lo buscaba su madre”. Simón, con 25 años, se hizo el ADN y se reencontró con su madre.

–¿Cómo fue ese momento?

–Mi vida era la búsqueda. Yo me encontré a un hijo que ya era un adulto. Cuando lo encontré cambió todo para mí. Viajo cada dos meses, o viaja él. El tuvo resistencia a asumir la historia.

El caso del secuestro de Simón está comprendido en la Ley de Caducidad, una norma que impide el juzgamiento de militares y policías acusados de violaciones a los derechos humanos. Hoy el oficialismo uruguayo impulsa un proyecto en el Congreso para interpretar algunos artículos de la norma. “Todavía no se avanzó en nada. El proyecto de ley no lo conoce la ciudadanía”, afirmó Sara. Y destacó el rol del centroizquierda. “Con los gobiernos blanco y colorado toda causa quedaba comprendida en la Ley de Caducidad. Desde que asumió el Frente Amplio comenzaron los procesamientos a los militares.”

jueves, 9 de septiembre de 2010

Pintadas como "aquí se ajustició a asesinos zurdos", aparecen en ex centro represivo Orletti


Denuncian en Argentina intimidación a testigos en juicio contra represores de la dictadura
Stella Calloni
Periódico La Jornada

Buenos Aires 7 de septiembre. Legisladores de la ciudad de Buenos Aires, junto al Instituto Espacio para la Memoria (IEM), que nuclea a organismos de derechos humanos y otras instituciones similares, repudiaron enérgicamente las inscripciones intimidatorias y pintadas en la fachada del Centro Clandestino de Detención y Torturas Automotores Orletti, una de las principales sedes de la Operación Cóndor aquí, en momentos en que avanza el juicio contra los responsables de los crímenes de lesa humanidad cometidos allí.

El 31 de agosto pasado, el frente del edificio y un muro ubicado en el terreno aledaño fue empapelado durante la noche con afiches que llevaban la firma de Radio Aramburu y expresaban en tiempo pasado : "Atención. Ayer las guerrillas terroristas con conexión internacional iniciaron una guerra contra el pueblo de la Nación Argentina para tomar el poder e instalar un sistema comunista".

Otras leyendas como "aquí se ajustició a terroristas asesinos" o "asesinos zurdos", quedaron allí como un desafío, no sólo a los sobrevivientes de Orletti y sus familiares, sino también a los vecinos del barrio.

Este centro clandestino fue calificado como "un verdadero infierno" por una de las sobrevivientes en su testimonio en el juicio que comenzó el pasado 3 de junio ante el Tribunal Oral en lo Federal Número 1.

En esta causa se juzga a seis militares, policías y agentes de seguridad acusados de secuestros, privación ilegal de la libertad, imposición de tormentos y homicidio calificado, en perjuicio de 65 víctimas, de una cantidad mucho mayor que pasó por el lugar .

Hace un tiempo este periódico dio cuenta del momento emocionante de la recuperación de este sitio del horror, con la visita de algunos de los sobrevivientes, la mayoría de ellos uruguayos. Enclavado en el barrio porteño de Floresta, Orletti es uno de los símbolos del terror, donde desaparecieron argentinos, uruguayos, chilenos, paraguayos, bolivianos y dos diplomáticos cubanos secuestrados aquí durante la pasada dictadura, entre otros.

Aunque ya hubo algunas otras acciones amenazantes ésta es considerada la más grave, por lo que significa este ataque nocturno contra un lugar que ya ha sido recuperado para la memoria. También la Secretaría de Derechos Humanos al condenar señaló en un comunicado que "todas estas acciones nos conducen a no claudicar y a continuar fortaleciendo las políticas de Estado que se vienen implementando sobre la base de los pilares de Memoria, Verdad y Justicia".

Añade que para los responsables de los delitos de lesa humanidad es "inconcebible" que se estén llevando adelante los juicios”.

También se suman otras agresiones similares en los centros clandestinos de La Perla, en Córdoba, y la ex jefatura de policía en la ciudad de Tucumán, así en La Casona, sede de la Secretaría de Derechos Humanos de Río Negro, en el sur.

Entre lo seis acusados que son juzgados algunos lo son por primera vez como el ex agente de inteligencia del ejército Raúl Guglielminetti, conocido como "mayor Gustavino",quien también intervino en Centroamérica en los años 80 contra Nicaragua.

Los otros acusados son el ex vicecomodoro de la fuerza aérea, Néstor Guillamondegui; el ex coronel del ejercito Rubén Visuara, el ex general Eduardo Cabanillas y los ex agentes de la Secretaría de Inteligencia del Estado, Honorio Martínez Ruiz y Eduardo Ruffo.

Se considera el juicio de Orletti es uno de los más importantes por el trágico simbolismo de haber sido sede de la Operación Cóndor, la coordinadora criminal de las dictaduras del cono Sur establecida entre los años 70 y 80. En las últimas semanas han pasado varios uruguayos por el tribunal entre ellos, dos jóvenes que fueron robadas a sus padres y luego recuperadas como es el caso de Macarena Gelman, cuyo padre Marcelo fue asesinado en torturas en Orletti y luego arrojado en un tonel con cemento en el fondo de un río donde luego fue encontrado.

Su madre María Claudia García fu trasladada en uno de los vuelos ilegales entre Argentina y Uruguay en el marco de la Operación Cóndor, cuando estaba embarazada de seis meses.

La mantuvieron en otro centro clandestino de Montevideo hasta que dio a luz y luego le robaron a la niña que fue encontrada en el año 2000, en una intensa búsqueda, en la que su abuelo el escritor Juan Gelman buscó y obtuvo un amplio respaldo internacional.

Asimismo Carla Artés la primera nieta recuperada por Abuelas de Plaza de Mayo, que vive en España y por primera vez se enfrentó en el tribunal con quien la había secuestrado y apropiado el ex agente, Eduardo Ruffo.

Recientemente asistimos al testimonio de Macarena Gelman y se pudo ver otra acción amenazante que también se denunció. Los familiares de los acusados se ubican en los pasillos por donde deben transitar las víctimas sobrevivientes o sus familias en el tribunal y los hostigan con palabras e insultos. Incluso se ha visto a un hombre tomando fotos de los que van al juicio.

Esto llevó a los directivos del IEM a denunciar los hechos ante los tribunales para tomar medidas urgentes.

Fue importante el testimonio de la uruguaya Sara Méndez, conocida en el mundo por la búsqueda de su hijo Simón Riquelo que tenía sólo 20 días cuando la secuestraron y se lo arrebataron y encontrado finalmente después de una dramática búsqueda en 2002 en manos de un ex comisario argentino y su familia.

Los camaristas Adrián Grunberg, Oscar Amirante y Jorge Gestas tiene previsto escuchar más de un centenar de testimonios, mientras que la acusación es presentada por la Unidad para Causas por Violaciones a los Derechos Humanos durante el Terrorismo de Estado.

Como querellantes intervienen la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, y abogados de organismos de humanitarios y familiares de víctimas.

De acuerdo a la investigación del juez federal Daniel Rafecas, Orletti estuvo bajo la órbita de Aníbal Gordon el fallecido ex jefe de la parapolicial Triple A que actuó entre 1974 y 1976, continuando luego insertada en la dictadura que llegó al poder el 24 de marzo de este último años, para quedarse hasta 1983.

Gordon dependía funcionalmente de la Secretaria de Inteligencia del Estado, a cargo entonces de Otto Paladino, que también falleció.

Esta causa es un desprendimiento de la megacausa que investiga delitos de lesa humanidad cometidos en el ámbito del Primer Cuerpo del Ejercito, reabierta tras la derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.

En un impactante testimonio Sara Méndez advirtió sobre la posibilidad de que existan, "muchos más niños" hijos de ex detenidos argentinos en su país , así como uruguayos aquí.

Sara reconoció entre sus secuestradores a los argentinos que actuaron en Orletti, como Palsdino y Gordon, pero también al ex agente Eduardo Ruffo.

Además de Sara, declaró la uruguaya Mónica Soliño Platera, que se había refugiado en Buenos Aires en 1974 y ambas se refirieron a la presencia y asesinato en Orletti de Carlos Santucho, hermano de Mario Roberto Santucho, jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo.

También mencionaron el calvario de Manuela Santucho, la hermana, y de Cristina Navajas, la esposa de Carlos. El tratamiento dado a Santucho fue uno de los más aterradores que se recuerden en Orletti. De hecho casi toda la familia Santucho fue desaparecida.

Los relatos en este juicio son escalofriantes. En ese espacio reducido en ese "enclave del horror" era imposible no ser testigos de los crímenes de lesa humanidad cometidos allí..

viernes, 3 de septiembre de 2010

“Orletti en sí era todo un infierno”

ANA QUADROS, URUGUAYA, NARRO SU PASO POR EL CENTRO CLANDESTINO AUTOMOTORES ORLETTI

Habló de las torturas y contó que el represor uruguayo Manuel Cordero la violó. Narró una discusión entre argentinos y uruguayos sobre el viaje de los detenidos a Montevideo. Mencionó a Manuela y Carlos Santucho, Sara Méndez y María Claudia Irureta Goyena.
 
 Por Alejandra Dandan

Un día subieron a Ana Quadros a la parte más alta de Automotores Orletti, donde iba a ser su peor sesión de torturas. Manuel Cordero, un represor uruguayo, primero le preguntó si lo conocía. “¿Cómo que no sabés de mí?”, le dijo. “Si yo conozco a tantos otros.” Con un organigrama colgado en la pared le preguntó por los cuadros del Partido de la Victoria del Pueblo, una organización creada por un grupo de uruguayos en el exilio para derrotar a la dictadura de su país. Ana respondió siempre negativamente. Otros cuatro o cinco represores la colgaron entonces en la sala de al lado, con las muñecas para atrás, le enroscaron un cable en el cuerpo y pusieron agua y sal en el piso. Cuando el peso de la cuerda cedía, sus pies tocaban la sal y le daban golpes de electricidad. Cordero volvió más tarde. La cargó en andas desnuda hasta el cuarto de al lado, le puso un trapo en la cabeza y la violó. Ella declaró en la audiencia de ayer por los crímenes en el centro clandestino: “Sentí un dolor y una vergüenza tan grande –explicó– que demoré veinte años en poder testimoniarlo; al rato me agarró de nuevo y me llevó donde estaban los otros detenidos”.

Ana Inés Quadros Herrera, uruguaya, era uno de los principales cuadros del Partido de la Victoria del Pueblo, encargada de la rama de masas, responsable de los nuevos contactos. Hija de José Antonio Quadros, embajador uruguayo en Inglaterra y Alemania, cuando al empezar la audiencia el fiscal Guillermo Friele le pidió que cuente los hechos, ella se detuvo y aclaró: “Quiero empezar desde antes”. En 1973, Ana era parte de un grupo de la resistencia uruguaya que combatía la dictadura de su país; viajó a Buenos Aires por un fin de semana, pero cuando intentó volver se dio cuenta de que estaba “requerida” y tuvo que quedarse. Con los residentes uruguayos en la Argentina, que eran muchos, dijo, organizaron un comité de resistencia. La detuvieron primero en junio de 1974 durante unos quince días, en la sede de la Policía Federal, y luego en el Penal de San Miguel.

Más adelante llegaron los primeros secuestros, entre ellos Gerardo Gatti, otro de los dirigentes uruguayos. Lo llevaron a Orletti, supieron después. Los militares les hicieron saber que estaban dispuestos a darles la libertad si pagaban, dijo ella, un millón de dólares: “A mí –aseguró– me pareció un disparate”.

A Ana la detuvieron el martes 13 de julio de 1976, a la medianoche, en una confitería de Carlos Calvo y Boedo. “Se acercaron a nuestra mesa con todo tipo de armamentos, nos sacaron a empujones, nos arrastraron por el suelo, y al final a mí me metieron en un auto.” Ella tenía una agenda con nombres y citas, pero logró tirarla por una hendija antes de que la atrapasen.

En la sala de audiencias de Comodoro Py la escuchaban a pocos metros algunos de los represores de Orletti. Raúl Guglielminetti estaba sentado al lado de su abogado Pablo Lobera, de traje gris y de anteojos, el único defensor que suele hacer preguntas, algunas incómodas, otras absurdas.

“Discúlpeme –dijo el abogado bastante después–. ¿Me puede decir, señora, por qué tiró la libreta?”

Cuando Ana llegó a Orletti, le pareció escuchar una contraseña: “Sésamo”, dijeron, luego de lo cual se abrió una cortina de metal muy pesada. “Entramos con el auto, me bajan –contó– y empiezo a escuchar voces de otros uruguayos.” Los pusieron en fila, les pidieron los nombres, les colgaron un número, así que a partir de ese momento, dijo, “yo empecé a ser la trece y no Ana Quadros, me sacaron anillos y vi esa rapacidad del botín de guerra”.

El centro clandestino era una especie de barracón muy largo, dividido a la mitad, con trapos colgados del techo: de un lado había autos; del otro, detenidos. “Orletti en sí era todo un infierno –declaró–, porque la música estaba a todo lo que da, los gritos de los torturados, el tren que pasaba permanentemente, nosotros tirados en el piso, un piso de cemento con grasa y aceite de autos.”

Entre los secuestrados estaban Carlos y Manuela Santucho, dos hermanos de Roberto Santucho. A Carlos lo mataron en una tina de 200 litros de agua. Cuando Roberto Santucho “fue abatido en un enfrentamiento –indicó la testigo–, le hicieron leer a Manuela en voz alta la noticia que salió en el periódico. Manuela la leyó con mucha entereza, mientras le preguntaban agresivamente y burlándose: ‘¿Qué sentís?’”.

Los militares uruguayos hacían los interrogatorios para los uruguayos, asistidos por los argentinos. Luego de aquella violación, otro represor le dijo que habían ido a buscar a sus hijos, que le habían dicho a su marido, que él los había contactado para que la fuesen a ver y que ahora iban a colgarlos. Ana entró en una crisis de nervios tan grande que se puso a hablar en inglés, una suerte de lengua materna. Un idioma, supuso en medio del delirio, con el que podría llegar a comunicarse con su hija de nueve años sin que los militares la entendieran. Para calmarla la llevaron a un cuarto de arriba, al cuidado de dos detenidas. “Pude reposar –dijo–. No me torturaron más, pero a medida que me fui reponiendo empecé a escuchar una discusión entre los militares argentinos y uruguayos; se peleaban porque los uruguayos querían traernos a Uruguay, los argentinos decían que no, porque se iba a saber todo, hasta que al final resolvieron que sí.”

Cuando llegó el traslado, Ana reconoció a Otto Paladino: “Vino y me preguntó cómo estaba y dije que más o menos bien”. La llevaron en auto a un aeropuerto militar, desde donde salió un vuelo con uruguayos. El aeropuerto era un alboroto: “También trasladaban el botín de guerra, había cosas, cositas, muebles, no fue un operativo silencioso”.

En Uruguay pasaron por distintos lugares. Primero, Punta Gorda: “No sé por qué –explicó–, pero yo tenía la ilusión de que la gente que iba a encontrar serían otros. Pero al día siguiente empiezo a escuchar las mismas voces y entonces me doy cuenta de que son los mismos de la guardia, los mismos oficiales”. Miró su cuerpo en la primera ducha: “No podía creer los kilos que había perdido y cómo se había trasformado mi cuerpo”.

Pasó al edificio de Inteligencia de Defensa (SID). Una o dos veces, dijo, les hicieron limpiar porque llegaba una delegación de argentinos para verlos; entre ellos viajó el jefe de la SIDE, Otto Paladino. Allí estaba la nuera del poeta Juan Gelman. Como sucedió con otros testigos, Ana habló de una mujer embarazada, de una ambulancia que fue a recogerla y la devolvió dos días más tarde con un bebé (Macarena), del que supieron porque la guardia les pedía a las detenidas que preparasen mamaderas. Habló también de los hermanos Julien, luego trasladados a Chile. Y también de Sara Méndez y de las preguntas que la misma Ana le hizo a un militar para saber dónde tenían a Simón, el hijo de Sara. “Eso –le respondieron– es cosa de los argentinos.” Ana se quebró sólo en un momento. Recordó la imagen de Sara en la tortura: se notaba que había sido madre, dijo, porque los pechos segregaban leche todavía.

Los uruguayos les propusieron una negociación: la “vida” a cambio de que firmaran un acta diciendo que eran un grupo armado que iba a invadir a Uruguay y a cometer una cantidad de crímenes. Se negaron. Los torturaron. Aceptaron un acta suavizada. Los militares llevaron a cinco a un chalet residencial, les dieron de comer, los ataron y organizaron el blanqueo del Cóndor: “Se llenó de milicos –dijo Ana–. Rodearon toda la manzana, rompieron muebles para que el barrio pensara que era una detención importante. Nos pasearon a la salida del estadio donde jugaban Nacional y Peñarol”.

El padre de Ana tenía 70 años y había estado buscándola. Cuando la vio en la tele, les aseguró a los militares que iba a ir a hacer una denuncia ante la OEA. Lo secuestraron para hacerlo entrevistar con un oficial y le preguntaron si a cambio de la vida de Ana estaba dispuesto a desistir de la denuncia. Dos o tres días después, Ana fue procesada por la Justicia militar. La condenaron a cinco años. Salió con prisión condicional, intentó irse a Alemania, pero no pudo: cada semana debía mostrarse. Lo peor llegó en 1984: la Conadep la citó a declarar en Buenos Aires. Viajó. Cuando regresó, volvieron a detenerla. Siguió controlada hasta 1985.

Uno de los integrantes del tribunal a cargo del juicio le preguntó si estaba dispuesta a reconocer a sus represores. Ella dijo que sí, pero no podía asegurar que lograra hacerlo. “Me gustaría que fuese más precisa –le insistieron–. ¿Puede reconocer o no?”

Como si hubiese pasado por Orletti ayer, y no hace más de treinta años.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Relatos del Plan Cóndor

Sara Méndez y Mónica Soliño Platera fueron secuestradas en Buenos Aires y trasladadas a Montevideo. Narraron la muerte de Carlos Santucho y mencionaron a la nuera del poeta Juan Gelman.
         
 Por Alejandra Dandan

Sara Méndez tenía un nombre falso. La secuestraron el 13 de julio de 1976 en la calle Juana Azurduy, del barrio de Belgrano, en un operativo en el que le sacaron a su hijo. Recuperó a Simón en 2002, después de la búsqueda de las Abuelas de Plaza de Mayo. Sara, que es uruguaya, fue llevada al centro clandestino Automotores Orletti, durante una operación conjunta del denominado Plan Cóndor. Volvió a Uruguay en un vuelo clandestino organizado por los militares. En la audiencia de ayer, durante el juicio oral por los crímenes de Orletti, habló de su convicción de la existencia de un segundo vuelo de “compañeros uruguayos” que no sobrevivieron y desaparecieron en ese país. También advirtió sobre la posibilidad de que existan, dijo, “muchos más niños” hijos de ex detenidos argentinos en su país “como acá –agregó– muchos más uruguayos”.

Sara reconoció entre sus secuestradores a los argentinos que actuaron en Orletti, el jefe de la Side, Otto Paladino, y el paramilitar Aníbal Gordon, ambos fallecidos. También a Eduardo Ruffo, uno de los represores acusados en el juicio en el que empezaron a declarar los sobrevivientes uruguayos. Además de Sara, declaró Mónica Soliño Platera, otra uruguaya, militante de la Resistencia Obrera Estudiantil, perseguida en su país y que se instaló en diciembre de 1974 en Buenos Aires, donde trabajó en un comercio tipo bazar de la calle Florida. A Mónica la secuestró el 7 de julio de 1976 un grupo de tareas de tres personas que golpeó la puerta del departamento de una prima.

Ambas hablaron de la presencia y del asesinato de Carlos Santucho, hermano de Mario Roberto Santucho, jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo, en Orletti. También de Manuela Santucho, la hermana, y de Cristina Navajas de Santucho, la esposa de Carlos. “Esta persona –dijo Mónica–, Carlos Santucho, estaba muy horriblemente mal, empezó a desvariar, gritaba, decía cosas incoherentes. En un momento le dijeron a la hermana que lo tranquilizara, pero ellos lo agarraron, lo ahogaron en un tacho de agua que estaba ahí, y la verdad es que cuando estaba muerto, lo tiraron en una camioneta y no sé qué pasó después con él.” A Carlos, agregó, “le preguntaban por el hermano, incluso después de que lo mataron dijeron: ‘Este no tiene nada que ver, es un contador, siempre trabajó de lo mismo’”. Y Mónica explicó: “Yo tuve toda la sensación de que lo habían llevado para preguntar por el hermano, era una persona mayor”.

A ella le preguntaron si recordaba olores especiales. Dijo que no. Sara, en cambio, habló de esos olores. Tenía los ojos vendados, explicó, pero sentía olor a pus; que era un olor conocido, dijo, y que salía del cuerpo infectado de Santucho. Estaba muy deteriorado por la tortura, era “una llaga viva” que se “arrastraba por el piso delirando”. Los militares, agregó, aseguraron que lo iban a llevar al hospital de Campo de Mayo, pero de pronto hubo movimientos raros, “como que algo iba a pasar”. “Cuando algo malo estaba por suceder encendían dentro del garaje todos los motores de los vehículos. Lo introdujeron en un tambor de agua con la cabeza para abajo y cuando murió dijeron ‘ya está mejor’. Presenciamos el asesinato de una persona que estaba en muy mal estado.”

Mónica había llegado a Orletti a bordo de un camión. Entró por una puerta lateral, donde había una escalera de madera. “A partir de ahí –dijo– siempre estuve vendada, a partir de ahí no pude ver casi nada.” Los interrogatorios se los hacían los militares uruguayos, entre los que mencionó a Manuel Cordero. “Teníamos que estar sentados, con las manos esposadas, nos daban de comer muy esporádicamente, y si nos daban algo eran sobras que a veces hasta venían con puchos.” Alguna vez, cuando pidieron comida, los militares se les quejaron porque, como había aumentado la población del centro clandestino, ya no tenían ni las sobras para darles.

–Pero eso no era un ámbito como una cárcel, era una locura –dijo Mónica en un momento.

–¿Por qué? –preguntó el fiscal.

–Miles de veces se escuchaban gritos, fiestas... No fiestas, comilonas.

Mónica y Sara viajaron a Uruguay en lo que se conoce como el primer vuelo clandestino, un vuelo organizado por los represores para simular luego una detención en el país oriental. Salieron desde lo que les pareció un aeropuerto militar, explicó Mónica, los trasladaron primero al edificio de Inteligencia de Defensa (SID), en el bulevar Artigas, y luego pasaron quince días en una casa, divididos en dos grupos. En la casa, donde eran sometidos a interrogatorios, supo que había una parturienta y luego explicó que escuchaba el sonido de un bebé. Cuando le preguntaron de quién se trataba, Mónica dijo que creía que era la nuera del poeta de Juan Gelman. Sara lo confirmó: sabían que eran unos argentinos, explicó, que cuando habían pasado en la SID un médico asistió a una persona con síntomas de parto, que la llevaron al Hospital Militar y que con el tiempo, dijo, “supimos” que era María Claudia Irureta Goyena de Gelman.

Sara habló además de un segundo vuelo: “Tenemos la convicción –dijo– de que muchos de estos compañeros fueron llevados a Uruguay en un segundo vuelo y que desaparecieron en Uruguay y no en Argentina: que existió un secuestro masivo de uruguayos”.