ANA QUADROS, URUGUAYA, NARRO SU PASO POR EL CENTRO CLANDESTINO AUTOMOTORES ORLETTI
Habló de las torturas y contó que el represor uruguayo Manuel Cordero la violó. Narró una discusión entre argentinos y uruguayos sobre el viaje de los detenidos a Montevideo. Mencionó a Manuela y Carlos Santucho, Sara Méndez y María Claudia Irureta Goyena.
Por Alejandra Dandan
Un día subieron a Ana Quadros a la parte más alta de Automotores Orletti, donde iba a ser su peor sesión de torturas. Manuel Cordero, un represor uruguayo, primero le preguntó si lo conocía. “¿Cómo que no sabés de mí?”, le dijo. “Si yo conozco a tantos otros.” Con un organigrama colgado en la pared le preguntó por los cuadros del Partido de la Victoria del Pueblo, una organización creada por un grupo de uruguayos en el exilio para derrotar a la dictadura de su país. Ana respondió siempre negativamente. Otros cuatro o cinco represores la colgaron entonces en la sala de al lado, con las muñecas para atrás, le enroscaron un cable en el cuerpo y pusieron agua y sal en el piso. Cuando el peso de la cuerda cedía, sus pies tocaban la sal y le daban golpes de electricidad. Cordero volvió más tarde. La cargó en andas desnuda hasta el cuarto de al lado, le puso un trapo en la cabeza y la violó. Ella declaró en la audiencia de ayer por los crímenes en el centro clandestino: “Sentí un dolor y una vergüenza tan grande –explicó– que demoré veinte años en poder testimoniarlo; al rato me agarró de nuevo y me llevó donde estaban los otros detenidos”.
Ana Inés Quadros Herrera, uruguaya, era uno de los principales cuadros del Partido de la Victoria del Pueblo, encargada de la rama de masas, responsable de los nuevos contactos. Hija de José Antonio Quadros, embajador uruguayo en Inglaterra y Alemania, cuando al empezar la audiencia el fiscal Guillermo Friele le pidió que cuente los hechos, ella se detuvo y aclaró: “Quiero empezar desde antes”. En 1973, Ana era parte de un grupo de la resistencia uruguaya que combatía la dictadura de su país; viajó a Buenos Aires por un fin de semana, pero cuando intentó volver se dio cuenta de que estaba “requerida” y tuvo que quedarse. Con los residentes uruguayos en la Argentina, que eran muchos, dijo, organizaron un comité de resistencia. La detuvieron primero en junio de 1974 durante unos quince días, en la sede de la Policía Federal, y luego en el Penal de San Miguel.
Más adelante llegaron los primeros secuestros, entre ellos Gerardo Gatti, otro de los dirigentes uruguayos. Lo llevaron a Orletti, supieron después. Los militares les hicieron saber que estaban dispuestos a darles la libertad si pagaban, dijo ella, un millón de dólares: “A mí –aseguró– me pareció un disparate”.
A Ana la detuvieron el martes 13 de julio de 1976, a la medianoche, en una confitería de Carlos Calvo y Boedo. “Se acercaron a nuestra mesa con todo tipo de armamentos, nos sacaron a empujones, nos arrastraron por el suelo, y al final a mí me metieron en un auto.” Ella tenía una agenda con nombres y citas, pero logró tirarla por una hendija antes de que la atrapasen.
En la sala de audiencias de Comodoro Py la escuchaban a pocos metros algunos de los represores de Orletti. Raúl Guglielminetti estaba sentado al lado de su abogado Pablo Lobera, de traje gris y de anteojos, el único defensor que suele hacer preguntas, algunas incómodas, otras absurdas.
“Discúlpeme –dijo el abogado bastante después–. ¿Me puede decir, señora, por qué tiró la libreta?”
Cuando Ana llegó a Orletti, le pareció escuchar una contraseña: “Sésamo”, dijeron, luego de lo cual se abrió una cortina de metal muy pesada. “Entramos con el auto, me bajan –contó– y empiezo a escuchar voces de otros uruguayos.” Los pusieron en fila, les pidieron los nombres, les colgaron un número, así que a partir de ese momento, dijo, “yo empecé a ser la trece y no Ana Quadros, me sacaron anillos y vi esa rapacidad del botín de guerra”.
El centro clandestino era una especie de barracón muy largo, dividido a la mitad, con trapos colgados del techo: de un lado había autos; del otro, detenidos. “Orletti en sí era todo un infierno –declaró–, porque la música estaba a todo lo que da, los gritos de los torturados, el tren que pasaba permanentemente, nosotros tirados en el piso, un piso de cemento con grasa y aceite de autos.”
Entre los secuestrados estaban Carlos y Manuela Santucho, dos hermanos de Roberto Santucho. A Carlos lo mataron en una tina de 200 litros de agua. Cuando Roberto Santucho “fue abatido en un enfrentamiento –indicó la testigo–, le hicieron leer a Manuela en voz alta la noticia que salió en el periódico. Manuela la leyó con mucha entereza, mientras le preguntaban agresivamente y burlándose: ‘¿Qué sentís?’”.
Los militares uruguayos hacían los interrogatorios para los uruguayos, asistidos por los argentinos. Luego de aquella violación, otro represor le dijo que habían ido a buscar a sus hijos, que le habían dicho a su marido, que él los había contactado para que la fuesen a ver y que ahora iban a colgarlos. Ana entró en una crisis de nervios tan grande que se puso a hablar en inglés, una suerte de lengua materna. Un idioma, supuso en medio del delirio, con el que podría llegar a comunicarse con su hija de nueve años sin que los militares la entendieran. Para calmarla la llevaron a un cuarto de arriba, al cuidado de dos detenidas. “Pude reposar –dijo–. No me torturaron más, pero a medida que me fui reponiendo empecé a escuchar una discusión entre los militares argentinos y uruguayos; se peleaban porque los uruguayos querían traernos a Uruguay, los argentinos decían que no, porque se iba a saber todo, hasta que al final resolvieron que sí.”
Cuando llegó el traslado, Ana reconoció a Otto Paladino: “Vino y me preguntó cómo estaba y dije que más o menos bien”. La llevaron en auto a un aeropuerto militar, desde donde salió un vuelo con uruguayos. El aeropuerto era un alboroto: “También trasladaban el botín de guerra, había cosas, cositas, muebles, no fue un operativo silencioso”.
En Uruguay pasaron por distintos lugares. Primero, Punta Gorda: “No sé por qué –explicó–, pero yo tenía la ilusión de que la gente que iba a encontrar serían otros. Pero al día siguiente empiezo a escuchar las mismas voces y entonces me doy cuenta de que son los mismos de la guardia, los mismos oficiales”. Miró su cuerpo en la primera ducha: “No podía creer los kilos que había perdido y cómo se había trasformado mi cuerpo”.
Pasó al edificio de Inteligencia de Defensa (SID). Una o dos veces, dijo, les hicieron limpiar porque llegaba una delegación de argentinos para verlos; entre ellos viajó el jefe de la SIDE, Otto Paladino. Allí estaba la nuera del poeta Juan Gelman. Como sucedió con otros testigos, Ana habló de una mujer embarazada, de una ambulancia que fue a recogerla y la devolvió dos días más tarde con un bebé (Macarena), del que supieron porque la guardia les pedía a las detenidas que preparasen mamaderas. Habló también de los hermanos Julien, luego trasladados a Chile. Y también de Sara Méndez y de las preguntas que la misma Ana le hizo a un militar para saber dónde tenían a Simón, el hijo de Sara. “Eso –le respondieron– es cosa de los argentinos.” Ana se quebró sólo en un momento. Recordó la imagen de Sara en la tortura: se notaba que había sido madre, dijo, porque los pechos segregaban leche todavía.
Los uruguayos les propusieron una negociación: la “vida” a cambio de que firmaran un acta diciendo que eran un grupo armado que iba a invadir a Uruguay y a cometer una cantidad de crímenes. Se negaron. Los torturaron. Aceptaron un acta suavizada. Los militares llevaron a cinco a un chalet residencial, les dieron de comer, los ataron y organizaron el blanqueo del Cóndor: “Se llenó de milicos –dijo Ana–. Rodearon toda la manzana, rompieron muebles para que el barrio pensara que era una detención importante. Nos pasearon a la salida del estadio donde jugaban Nacional y Peñarol”.
El padre de Ana tenía 70 años y había estado buscándola. Cuando la vio en la tele, les aseguró a los militares que iba a ir a hacer una denuncia ante la OEA. Lo secuestraron para hacerlo entrevistar con un oficial y le preguntaron si a cambio de la vida de Ana estaba dispuesto a desistir de la denuncia. Dos o tres días después, Ana fue procesada por la Justicia militar. La condenaron a cinco años. Salió con prisión condicional, intentó irse a Alemania, pero no pudo: cada semana debía mostrarse. Lo peor llegó en 1984: la Conadep la citó a declarar en Buenos Aires. Viajó. Cuando regresó, volvieron a detenerla. Siguió controlada hasta 1985.
Uno de los integrantes del tribunal a cargo del juicio le preguntó si estaba dispuesta a reconocer a sus represores. Ella dijo que sí, pero no podía asegurar que lograra hacerlo. “Me gustaría que fuese más precisa –le insistieron–. ¿Puede reconocer o no?”
Como si hubiese pasado por Orletti ayer, y no hace más de treinta años.
Habló de las torturas y contó que el represor uruguayo Manuel Cordero la violó. Narró una discusión entre argentinos y uruguayos sobre el viaje de los detenidos a Montevideo. Mencionó a Manuela y Carlos Santucho, Sara Méndez y María Claudia Irureta Goyena.
Por Alejandra Dandan
Un día subieron a Ana Quadros a la parte más alta de Automotores Orletti, donde iba a ser su peor sesión de torturas. Manuel Cordero, un represor uruguayo, primero le preguntó si lo conocía. “¿Cómo que no sabés de mí?”, le dijo. “Si yo conozco a tantos otros.” Con un organigrama colgado en la pared le preguntó por los cuadros del Partido de la Victoria del Pueblo, una organización creada por un grupo de uruguayos en el exilio para derrotar a la dictadura de su país. Ana respondió siempre negativamente. Otros cuatro o cinco represores la colgaron entonces en la sala de al lado, con las muñecas para atrás, le enroscaron un cable en el cuerpo y pusieron agua y sal en el piso. Cuando el peso de la cuerda cedía, sus pies tocaban la sal y le daban golpes de electricidad. Cordero volvió más tarde. La cargó en andas desnuda hasta el cuarto de al lado, le puso un trapo en la cabeza y la violó. Ella declaró en la audiencia de ayer por los crímenes en el centro clandestino: “Sentí un dolor y una vergüenza tan grande –explicó– que demoré veinte años en poder testimoniarlo; al rato me agarró de nuevo y me llevó donde estaban los otros detenidos”.
Ana Inés Quadros Herrera, uruguaya, era uno de los principales cuadros del Partido de la Victoria del Pueblo, encargada de la rama de masas, responsable de los nuevos contactos. Hija de José Antonio Quadros, embajador uruguayo en Inglaterra y Alemania, cuando al empezar la audiencia el fiscal Guillermo Friele le pidió que cuente los hechos, ella se detuvo y aclaró: “Quiero empezar desde antes”. En 1973, Ana era parte de un grupo de la resistencia uruguaya que combatía la dictadura de su país; viajó a Buenos Aires por un fin de semana, pero cuando intentó volver se dio cuenta de que estaba “requerida” y tuvo que quedarse. Con los residentes uruguayos en la Argentina, que eran muchos, dijo, organizaron un comité de resistencia. La detuvieron primero en junio de 1974 durante unos quince días, en la sede de la Policía Federal, y luego en el Penal de San Miguel.
Más adelante llegaron los primeros secuestros, entre ellos Gerardo Gatti, otro de los dirigentes uruguayos. Lo llevaron a Orletti, supieron después. Los militares les hicieron saber que estaban dispuestos a darles la libertad si pagaban, dijo ella, un millón de dólares: “A mí –aseguró– me pareció un disparate”.
A Ana la detuvieron el martes 13 de julio de 1976, a la medianoche, en una confitería de Carlos Calvo y Boedo. “Se acercaron a nuestra mesa con todo tipo de armamentos, nos sacaron a empujones, nos arrastraron por el suelo, y al final a mí me metieron en un auto.” Ella tenía una agenda con nombres y citas, pero logró tirarla por una hendija antes de que la atrapasen.
En la sala de audiencias de Comodoro Py la escuchaban a pocos metros algunos de los represores de Orletti. Raúl Guglielminetti estaba sentado al lado de su abogado Pablo Lobera, de traje gris y de anteojos, el único defensor que suele hacer preguntas, algunas incómodas, otras absurdas.
“Discúlpeme –dijo el abogado bastante después–. ¿Me puede decir, señora, por qué tiró la libreta?”
Cuando Ana llegó a Orletti, le pareció escuchar una contraseña: “Sésamo”, dijeron, luego de lo cual se abrió una cortina de metal muy pesada. “Entramos con el auto, me bajan –contó– y empiezo a escuchar voces de otros uruguayos.” Los pusieron en fila, les pidieron los nombres, les colgaron un número, así que a partir de ese momento, dijo, “yo empecé a ser la trece y no Ana Quadros, me sacaron anillos y vi esa rapacidad del botín de guerra”.
El centro clandestino era una especie de barracón muy largo, dividido a la mitad, con trapos colgados del techo: de un lado había autos; del otro, detenidos. “Orletti en sí era todo un infierno –declaró–, porque la música estaba a todo lo que da, los gritos de los torturados, el tren que pasaba permanentemente, nosotros tirados en el piso, un piso de cemento con grasa y aceite de autos.”
Entre los secuestrados estaban Carlos y Manuela Santucho, dos hermanos de Roberto Santucho. A Carlos lo mataron en una tina de 200 litros de agua. Cuando Roberto Santucho “fue abatido en un enfrentamiento –indicó la testigo–, le hicieron leer a Manuela en voz alta la noticia que salió en el periódico. Manuela la leyó con mucha entereza, mientras le preguntaban agresivamente y burlándose: ‘¿Qué sentís?’”.
Los militares uruguayos hacían los interrogatorios para los uruguayos, asistidos por los argentinos. Luego de aquella violación, otro represor le dijo que habían ido a buscar a sus hijos, que le habían dicho a su marido, que él los había contactado para que la fuesen a ver y que ahora iban a colgarlos. Ana entró en una crisis de nervios tan grande que se puso a hablar en inglés, una suerte de lengua materna. Un idioma, supuso en medio del delirio, con el que podría llegar a comunicarse con su hija de nueve años sin que los militares la entendieran. Para calmarla la llevaron a un cuarto de arriba, al cuidado de dos detenidas. “Pude reposar –dijo–. No me torturaron más, pero a medida que me fui reponiendo empecé a escuchar una discusión entre los militares argentinos y uruguayos; se peleaban porque los uruguayos querían traernos a Uruguay, los argentinos decían que no, porque se iba a saber todo, hasta que al final resolvieron que sí.”
Cuando llegó el traslado, Ana reconoció a Otto Paladino: “Vino y me preguntó cómo estaba y dije que más o menos bien”. La llevaron en auto a un aeropuerto militar, desde donde salió un vuelo con uruguayos. El aeropuerto era un alboroto: “También trasladaban el botín de guerra, había cosas, cositas, muebles, no fue un operativo silencioso”.
En Uruguay pasaron por distintos lugares. Primero, Punta Gorda: “No sé por qué –explicó–, pero yo tenía la ilusión de que la gente que iba a encontrar serían otros. Pero al día siguiente empiezo a escuchar las mismas voces y entonces me doy cuenta de que son los mismos de la guardia, los mismos oficiales”. Miró su cuerpo en la primera ducha: “No podía creer los kilos que había perdido y cómo se había trasformado mi cuerpo”.
Pasó al edificio de Inteligencia de Defensa (SID). Una o dos veces, dijo, les hicieron limpiar porque llegaba una delegación de argentinos para verlos; entre ellos viajó el jefe de la SIDE, Otto Paladino. Allí estaba la nuera del poeta Juan Gelman. Como sucedió con otros testigos, Ana habló de una mujer embarazada, de una ambulancia que fue a recogerla y la devolvió dos días más tarde con un bebé (Macarena), del que supieron porque la guardia les pedía a las detenidas que preparasen mamaderas. Habló también de los hermanos Julien, luego trasladados a Chile. Y también de Sara Méndez y de las preguntas que la misma Ana le hizo a un militar para saber dónde tenían a Simón, el hijo de Sara. “Eso –le respondieron– es cosa de los argentinos.” Ana se quebró sólo en un momento. Recordó la imagen de Sara en la tortura: se notaba que había sido madre, dijo, porque los pechos segregaban leche todavía.
Los uruguayos les propusieron una negociación: la “vida” a cambio de que firmaran un acta diciendo que eran un grupo armado que iba a invadir a Uruguay y a cometer una cantidad de crímenes. Se negaron. Los torturaron. Aceptaron un acta suavizada. Los militares llevaron a cinco a un chalet residencial, les dieron de comer, los ataron y organizaron el blanqueo del Cóndor: “Se llenó de milicos –dijo Ana–. Rodearon toda la manzana, rompieron muebles para que el barrio pensara que era una detención importante. Nos pasearon a la salida del estadio donde jugaban Nacional y Peñarol”.
El padre de Ana tenía 70 años y había estado buscándola. Cuando la vio en la tele, les aseguró a los militares que iba a ir a hacer una denuncia ante la OEA. Lo secuestraron para hacerlo entrevistar con un oficial y le preguntaron si a cambio de la vida de Ana estaba dispuesto a desistir de la denuncia. Dos o tres días después, Ana fue procesada por la Justicia militar. La condenaron a cinco años. Salió con prisión condicional, intentó irse a Alemania, pero no pudo: cada semana debía mostrarse. Lo peor llegó en 1984: la Conadep la citó a declarar en Buenos Aires. Viajó. Cuando regresó, volvieron a detenerla. Siguió controlada hasta 1985.
Uno de los integrantes del tribunal a cargo del juicio le preguntó si estaba dispuesta a reconocer a sus represores. Ella dijo que sí, pero no podía asegurar que lograra hacerlo. “Me gustaría que fuese más precisa –le insistieron–. ¿Puede reconocer o no?”
Como si hubiese pasado por Orletti ayer, y no hace más de treinta años.
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